Todo ocurrió debido a mi desobediencia. Crecí en un entorno religioso y, al llegar a la edad adulta, me mudé a otro estado con la intención de trabajar. Sin embargo, el vicio de alcohol me llevó a tomar una bebida que resultó perjudicial. Esto me ocasionó una reacción negativa, me volví amarillento y mis defensas bajaron considerablemente. Contacté a mi madre, ya que siempre recurría a ella en momentos de duda. Cuando la llamé, ella me dijo que le dijera a mi padre que me trajera a casa, pues mañana podría ser demasiado tarde. Mi padre tomó su palabra en serio y me llevó a Caracas. Allí, mi madre me llevó al hospital para realizarme los exámenes necesarios.
Una vez en el hospital, me llevaron a un lugar donde comenzaron a administrarme suero, ya que mis defensas estaban muy debilitadas. Estaba bastante mal y, en ese período, mi pierna comenzó a inflamarse. Al iniciarse la administración del suero, perdí el conocimiento y, al despertar, noté que mi pierna estaba hinchada y presentaba bultos, con el pie enrojecido como si tuviera quemaduras, lo cual apareció de repente. Mi madre tomó agua y la aplicó en mi pierna porque el dolor era insoportable. Según los médicos, no sabían exactamente cuál era mi situación. Tras esto, mi madre continuó con el agua y le dijeron que debía ser trasladado a la unidad de cuidados intensivos. En ese momento, la doctora me informó que tenían que amputar mi pierna, mencionando que era necesario. A pesar de que todos los resultados de mis exámenes salían perfectamente normales, yo no podía aceptar esa realidad.
Empecé a utilizar el agua y, al aplicarla, experimentaba un alivio en el dolor. El médico decidió hospitalizarme el viernes y, al día siguiente, me indicó que me llevarían a cuidados intensivos porque debía ser intubado. Una vez en esa unidad, la doctora me comunicó que no había más opciones disponibles, ya que no sabían qué antibióticos administrar o cómo tratar mi problema. Ella mencionó que estaba próximo a sufrir una crisis que podría llevar a la parálisis de mis órganos. Fue en ese instante cuando empecé a suplicar.
Reconocí mis errores, pedí perdón y entregué mi vida a Dios. Después, los médicos pronosticaron que no sobreviviría la noche. Sin embargo, sucedió todo lo contrario. Desperté con fuerza y mejorando, algo que sorprendió a la doctora. No hubo necesidad de amputar mi pierna, y mi salud se estabilizó. Cuando el doctor mencionó que debía ser amputada, me desesperé y clamé al cielo, afirmando que no lo aceptaría. Empecé a fortalecer mi fe y, finalmente, la doctora me dio el alta, comentando que mi estancia en la unidad intensiva no correspondía con la gravedad de mi estado. Me aseguró que no debería haber estado allí tanto tiempo. No sé qué causó mi mejora, pero sé que fue un milagro, obra de mi Señor Jesucristo.
